Tren hacia el Viaducto de Goteik
Dejar atrás Bagan no fue fácil, la pequeña ciudad de los templos tiene genio y acabas estando atrapado por su ritmo pausado, pero los días restantes de visado corren muy rápido y Birmania es un país enorme para visitar. Nos esperaba uno de los mayores highlights del país, el viaducto de Goteik.
De Bagan subí a Mandalay en fregata por el río Irawady, un trayecto precioso en el que disfruté de un bonito amanecer entre el traqueteo del motor diesel del barco. Durante el trayecto pude observar el tranquilo ritmo de vida de los pescadores y de la gente que vive a las orillas del río. Si existe un punto en el cual el turismo no ha llegado aún, es por estas orillas.
Lo que empezó siendo un paisaje fantasmagórico debido a la niebla que se alzaba por la mañana, dio lugar a un paisaje de dunas y paisajes desérticos. Aquí la densidad de habitantes debe rozar apenas la decena de personas por km2, el paisaje es aún virgen. En total fueron unas 10 horas de trayecto para llegar a Mandalay, capital económica del país.
Al pisar las calles de Mandalay en seguida me di cuenta de que esta ciudad no estaba hecha para mi. Mandalay no deja de ser una ciudad más en la que se ha querido implantar la modernidad y el turismo. No hay mucho que destacar. Supongo que también entra en juego el factor sorpresa, que he comenzado a perder después de estos meses de viajes por el Sureste Asiático. Puedo entender que si es la primera vez que pisas este lugar del mundo una ciudad como Mandalay te pueda llegar a impactar, pero a mi parecer Yangón es notablemente más interesante como urbe.
Un ejemplo de ellos es el alabadísimo puente de U-Bein, supuestamente el puente de madera más largo del mundo (porqué en cada ciudad encuentro algo que es lo más grande o largo del mundo?) que resultó ser bastante decepcionante. Si, la vista del atardecer es preciosa pero la imagen que venden en las guías es bastante alejada de la realidad.
Ordas de turistas invaden el puente y hacen el caminar por él una odisea. Por si fuera poco, han montado unos chiringuitos en el lecho del río (seco, debido a la temporada) en los que venden cocktails para amenizar el ambiente. Tuve la oportunidad de hablar con un monje budista que vive en un Monasterio en las cercanías del río y que acude diariamente a ver como se duerme el sol, el pobre estaba preocupado por el auge de extranjeros.
Que conste que yo mismo ayudo a engrosar las estadísticas de occidentales que visitan Myanmar, pero intento hacerlo desde el profundo respeto al contrario de otros muchos que caminan por las calles como si fuera un Full Moon Party perenne o una fiesta ibicenca; la gente se olvida que Myanmar es un país profundamente budista y conservador, en cambio muchos se portan como si fuera la Barceloneta en Verano.
Decidí abandonar Mandalay lo más rápido posible y me dirigí en taxi compartido hasta Pyin Oo Lwin, antigua ciudad de verano de los colonos británicos. Ahí me esperaba un tren a Hsipaw que prometía ser una aventura, en especial a su paso por el viaducto de Goteik, el puente ferroviario más alto de Myanmar y, en su día, el puente ferroviario más grande del mundo.
Un total de 143 kilometros recorridos en unas 10 largas horas, calculad unos 15kmh de velocidad media. Eso es la gracia y fortuna de este viaje, la infraestructura ferroviaria y las estaciones conservan el mismo aspecto que tenían durante la época colonial. Es debido a ello que el tren no puede viajar a velocidades más elevadas.
No había cristales en las ventanas ni puertas en los vagones. Los asientos eran tablas de madera y el traqueteo era constante y en ocasiones tan fuerte que si mirabas la parte en la que se acopla el convoy, parecía que el vagón iba a salir rodando. Al principio resultaba gracioso, a mitad del trayecto ya no lo notaba. Hacia el final del viaje ya era agotador.
El paisaje en su practica totalidad eran llanuras salpicadas de huertos y casas, aunque hacia la mitad del trayecto la topografía y los colores cambiaron radicalmente. Las colinas pasaron a tener un color tierra rojizo muy intenso, la huella del hombre y sus campos de cultivo se hacía más patente. Más tarde, ya metidos dentro de la jungla, la vegetación entraba dentro del tren como si fuera un pasajero más.
La experiencia real no estaba afuera, sino dentro de los vagones. Lo mejor del viaje estaba siendo viajar junto la gente local y los numerosos vendedores ambulantes que llevaban bandejas cargadas de comida en sus cabezas. Elegí sentarme en la Ordinary Class y me vi metido en medio de un mercado ambulante improvisado. La experiencia era verdaderamente alucinante, durante las estaciones en las que se paraba el tren explotaba un espectáculo de gritos, olores y colores.
A las dos horas de viaje, se notaba algo de nervios en el aire. La gente estaba ansiosa y los niños se sentaban en el lado izquierdo del vagón. Habíamos llegado al highlight del trayecto, teníamos delante el famoso viaducto de Goteik.
Dicho puente fue construido en 1899 y sus componentes, fabricados por Pennsylvania Steel Company, fueron enviados desde los Estados Unidos. Este hito del momento se construyó para que el Imperio Británico expandiera su influencia en la región de Shan.
Si tengo que ser sincero, esperaba un poco más del momento. Sin duda el viaducto de Goteik es una obra impresionante, especialmente si tenemos en cuenta que tiene 118 años y aún está en funcionamiento. Pero sigo pensando que las horas de trayecto para llegar hasta él fueron demasiadas para estar solo 120 segundos recorriéndolo (y eso que el tren circulaba a una velocidad inferior a 10 kmh debido a las delicadas condiciones del acero). También supongo que el instante perdió un poco de magia por culpa de un alud de turistas que invadió los vagones delanteros como si fuera el comienzo de las rebajas, desplazando los locales de las ventanas y privándoles de las vistas. Me di cuenta que lo mejor de recorrer este trayecto era experimentar la vida local más que ver el viaducto.
A las pocas horas de pasar Goteik, el tren paró en la destación de una pequeña aldea en la cual bajaron casi las tres cuartas partes de los pasajeros. Estábamos en período de final de año para muchas etnías y algo gordo se estaba llevando a cabo detrás de la colina que escondía la aldea.
Al fondo se escuchaba música y tambores, eran las fiestas del pueblo y las personas que vivían en la ciudad volvían a casa para visitar la familia. El movimiento en la estación era frenético, muchos bajaban grandes sacos de arroz mientras otros aprovechaban para comprar comida. El pueblo birmano es pacífico y encantador, no puedes evitar emocionarte al verles sonreír.
Después de unos minutos de pausa, partió de nuevo el tren. Esta vez con muchísima más calma. Llevábamos unas 7 horas de viaje y el cansancio de hacía patente en las caras de la gente. En el vagón el silencio era sepulcral. Las últimas tres horas fueron las más duras, el asiento parecía hacerse más incómodo con el pasar de los minutos. Algunos dormían y otros miraban por la ventana intentando que las horas pasaran más rápido.
La nota ruidosa la puso Mimi, una pequeña niña de 4 años que no paraba de sonreír. Ella seguía disfrutando del viaje como el primer minuto aleja al cansancio generalizado. Su sonrisa era contagiosa y me puse a jugar con ella al escondite entre los asientos. Mientras, un pequeño monje budista reía viéndonos jugar. Más tarde me pidió que le enseñara las fotografías que estaba haciendo durante el trayecto.
Finalmente pasaron las 10 horas y llegamos a Hsipaw, meca de los trekkings en Myanmar. No pude hacer ninguno porqué un malestar que me llevó a estar ingresado en el Hospital me lo impidió, pero esa es otra historia. El viaje en sí no fué muy espectacular, los paisajes no son los mejores que vi en Asia, pero la vida y los mercados de a bordo hicieron de este trayecto una de las mejores experiencias que recordaré de mi visita a Birmania.